Ribadelago, orilla de nuestras luchas

En el prólogo de la novela «San Manuel Bueno, Mártir«, Miguel de Unamuno, se refiere a «la trágica y miserabilísima aldea de Riba de Lago, a la orilla del de San Martín de Castañeda», que «agoniza y cabe decir que se está muriendo». El insigne escritor y filósofo visitó la comarca de Sanabria por primera vez el 1 de junio de 1930, alojándose en la hospedería del Balneario de Bouzas, y allí, además de conocer la leyenda del lago (que inspiraría la novela referida), descubrió las precarias condiciones de vida de la población en aquellos años.

La impresión de Unamuno le lleva a denunciar una situación «de una desolación tan grande como la de las alquerías, ya famosas, de las Hurdes. En aquellos pobrísimos tugurios, casuchas de armazón de madera recubierto de adobes y barro, se hacina un pueblo al que ni le es permitido pescar las ricas truchas en que abunda el lago«. En los dos poemas escritos en el libro de huéspedes de Bouzas aprovecha igualmente para incidir en el olvido y la soledad, «no hay leyenda que dé cabria / de sacarte a luz moderna«, «se muere Riba de Lago / orilla de nuestras luchas«.

Este escenario de penuria fue recogido ya por Pascual Madoz en su Diccionario (1845), refiriéndose al pueblo de Riva Lago o Riva de Lago como uno «de los más miserables del país en cuanto a producciones«. La memoria de las Misiones Pedagógicas de 1934 lo tildan de «dramática aldea» lastrada por la miseria: «aislamiento, bocio endémico, escuela desguarnecida«.

A la tragedia económica y social le sucedió la catástrofe del 9 de enero de 1959. Aquella noche, tras la rotura de la presa de Vega de Tera, casi ocho millones de metros cúbicos de agua embalsada se precipitaron cañón abajo, arrasando el pueblo. Aquel negiglente accidente, que se saldó con 144 víctimas mortales, extendió el manto de silencio y ausencias que se adivina paseando su callejero. El régimen franquista invitó a los supervivientes a trasladarse al nuevo Ribadelago, apellidado entonces «de Franco», construido a menos de un kilómetro. Muchos aceptaron el traslado, otros emigraron fuera de la provincia, quedando herida de muerte la vieja aldea.

Hoy, junto a algunas casas habitadas, bien reconstruidas, bien de nueva factura, el visitante encuentra rincones ajenos al discurrir de los tiempos. La belleza de su ubicación (un valle al final del cañón del río Tera, que divide en dos el pueblo) contrasta con la sombría huella del dolor y la ausencia. Testimonios de arquitectura popular, restos de la ola de destrucción de la tragedia, cruces… imposible entender esta aldea sin atender a su fatal pasado. Dice Ángel González que al futuro lo llamamos porvenir porque no viene nunca, y permanece agazapado no se sabe dónde. La memoria es, por tanto, el principal aliado de Ribadelago para que no perezca en las profundidades del presente.

Fotografías tomadas en diciembre 2020
Javier García Martín

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