La Asociación Hispano-Helénica de Madrid editó durante sus primeros años de vida una revista titulada «Los Cuadernos de la Lechuza». Bajo la dirección de Carlos Baonza y Jesús Muñoz la publicación, que tomaba el nombre del ave que representa a Atenea, la diosa romana de la sabiduría, se hacía eco de las tertulias literarias celebradas en el seno de la asociación. La vida de la revista fue corta -seis números entre 1986 y 1994- pero fructífera para quien se adentra en sus páginas.

La revista de mayo de 1987 fue dedicada en exclusiva al poeta zamorano Claudio Rodríguez (Zamora, 1934 – Madrid, 1999) y se abrió por primera vez a la colaboración de artistas más alejados de los ambientes madrileños, como reconocían los autores en el editorial. De esta manera, el monográfico incluye aportaciones de Jesús Hilario Tundidor, Luis Quico, Antonio Pedrero o Tomás Crespo Rivera. Entre los colaboradores locales de la publicación destaca el escultor Ramón Abrantes (Corrales del Vino, Zamora, 1930 – Zamora, 2006), que protagoniza la sección «En el taller de…», que por su interés transcribo en esta entrada.

Baonza y Muñoz relatan con detalle su visita al taller de la calle Sacramento, donde el escultor zamorano había establecido su lugar de trabajo en septiembre de 1982 tras tenerlo en la calle Doncellas . En el texto aparecen intercalados los versos del poema «A Blas de Otero en el taller de Abrantes», de Claudio Rodríguez, y se ilustra con ocho dibujos originales de Abrantes.
En taller de… Ramón Abrantes. Por Carlos Baonza y Jesús Muñoz.
Por ver cómo corre el Duero
y cómo la escayola y el cemento,
cómo el pan, la herramienta
cantando y acusando entre las manos
de Ramón y de Julio, y de Marcelo,
de Tomás y de Antonio,
sobre todo de Eugenio,
estabas.
Teníamos que ir a Zamora. Pero…, ¿existe realmente Zamora o es una ficción de los libros de geografía?. La verdad es que nunca habíamos estado en semejante sitio. Así que salimos hacía allí un sábado a mediodía. Sobre el paisaje no os hablaremos. No hay paisaje cuando sientes que el pedal se hunde bajo la presión de tu zapato y un cosquilleo te taladra la planta del pie. De vez en cuando la aguja del cuenta-kilómetros giraba en sentido antihorario: cien, ochenta, sesenta, cuarenta kilómetros por hora. Ante el parabrisas aparecían nombres de gran resonancia histórica o vinícola o ambas a la vez: Arévalo, Medina, Rueda, Toro, Tordesillas…, interminable travesía de Tordesillas, empujados por enormes e impacientes moles sobre ruedas,… pero merece la pena reducir la velocidad pues, si el ruido de los motores te lo permite, podrás escuchar el murmullo del Duero bajo el puente.
Seguimos nuestro camino y justo en el sitio donde indicaba el mapa encontramos Zamora. Sobre la ciudad no os hablaremos pues veníamos tras el rastro del poeta. Anduvimos las calles de arriba a abajo hasta sorprendernos a nosotros mismos paseando una y otra vez por la calle Santa Clara…, Clara… (Clara: -id a Zamora, allí Claudio tiene muchos amigos).

Ya por la noche en el hostal, al abrir la puerta del armario se enciende el chispazo que iba a desencadenar los acontecimientos conjurados: desde el fondo del armario un rostro conocido nos miraba. En la primera página del ejemplar del treinta de noviembre de 1986 del periódico local, que por higiene cubría el suelo del armario, se daba la siguiente noticia: «El poeta zamorano Claudio Rodríguez, Premio de las Letras de Castilla y León». Debajo de este rótulo se encuadraba una foto del poeta. Nos echamos a dormir convencidos de que íbamos por buen camino.
A la mañana siguiente fuimos despertados por el ruido de los badajos que iban encaramados a la cintura de un fantasmón bíblico: era el Domingo de Ramos. Pero no os hablaremos de la Semana Santa zamorana… Pagamos a la patrona y nos echamos a la calle; café con churros frente al mercado y comenzamos nuestro vagabundeo. En la calle San Torcuato, a la altura del Colegio Universitario, un gran cartelón exhibe la firma magnificada de un artista: Pedrero, y entramos. Una gran retrospectiva nos muestra su obra extendida a lo largo de dos plantas. En la escalera que conecta ambas, un cuadro de gran tamaño nos relata una divertida historia de taberna: «El bar La Golondrina». De él hoy sólo queda esta instantánea pictórica. Sus protagonistas son: aquel pitillo que cuelga del labio inferior de Claudio, el codo que encarama sobre la barra el corto pero impresionante cuerpo de Ramón, y Pardal, y Juanito «El chuleta», y Andrés el ciego… En torno al cuadro y en esta misma escalera estaban colgados los excelentes retratos al carboncillo de éstos y el resto de los protagonistas. Un poco más allá volvemos a identificar otro retrato de Claudio, ya sin pitillo, y no muy lejos reconocemos el rostro hinchado y culminado por un lucido tupé de Jesús Hilario Tundidor. Buscamos al pintor.
– Antonio no está ahora en la exposición.
– ¿Puede decirnos dónde vive?.
– En la Plaza de Fray Diego de Deza.
Recorremos la calle Ramos Carrión y otras más hasta llegar a la casa-palacio de Antonio Pedrero. Gran ciudad ésta que a los poetas dedica calles y en la que los artistas pueden vivir en palacios. Antonio nos recibe en su estudio, vacío de obra por la exposición y nos va dando referencia de todos los amigos cuyos nombres llevábamos apuntados en nuestro cuadernillo: Tomás, Luis, Ramón…
– Ramón… ¿dónde está el taller de Ramón?
– Muy cerca de la Plaza Mayor, casi enfrente de San Juan, pero hoy será difícil que le veáis pues los domingos suele irse a una finquita que tiene cerca.
En un pequeño letrero puede leerse: Abrantes-Escultor. Una gruesa cadena entrelazada por un candado cierra la verja y nadie responde a nuestra llamada.
Llamamos por teléfono:
– ¿Tomás Crespo?
– No está, volverá más tarde.
El café lo tomamos en casa de Luis Quico y Sary. Luis es hombre con fama de heterodoxo. Nosotros diríamos que es un dadaísta zamorano empeñado en demostrar a todo el que se le ponga delante que León Felipe era republicano, así como una serie de evidencias más que algunos se empeñan en no reconocer. Duro cuando se enfrenta al caciquismo y al provincianismo y tierno, tiernísimo cuando nos habla del ángel en cuya memoria hizo levantar el mármol. Esta ternura es compartida por Sary, quien a su vez comparte con Luis una gran inquietud creadora que la ha llevado a trocar las tradicionales labores de la mujer por la composición de los más bellos collages que recordamos haber visto en los últimos años.
Un poco más tarde, cuando Cristo encaramado sobre un borriquillo entraba en la calle Santa Clara bajo el clamor de cantos y arcos de palmas, nosotros salíamos de Zamora. Pero tendríamos que volver. Tendríamos que volver al Taller de Ramón Abrantes.
Sí, entre el barro
y el alma,
cuando la luz se hacía melodía
y manantial, y el cielo
«muy luminosamente rojo», como dices,
entonces, a dos pasos,
se abría el puente y abrazaba el agua,
tan íntima y fecunda,
y la tejía entre sus ojos limpios,
y la amasaba libre,
con el molde sudado y respirado,
junto a los amigos.
Aquel día se presentaba largo y vacío, podíamos ir a Zamora. Pero… ¿y si no está?, ¿y si no nos puede recibir? Llamamos a Sary por teléfono.
– No, él no tiene teléfono pero os puedo dar el de la pescadería de Piedad, su novia.
– Ramón ahora está en el estudio y esta tarde se irá a la finca a trabajar en el campo, pero si vienen ustedes les esperará. Él a mediodía suele ir al Rocío, está casi al principio de la cuesta de Balborraz.
Un poco más tarde teníamos que pisar profundamente el freno, allí debajo discurría el Duero. Después continuamos pegando botes por la carretera de Tordesillas a Zamora:
-¿Quién habrá puesto aquí esos clavos?
Llegábamos al Rocío cuando ya Ramón se disponía a marcharse pero con el tiempo suficiente para verle como estaba en el cuadro de Pedrero: el codo apoyado sobre la barra, la cara parapetada tras el hombro… pero hoy, al descubrirla, mostraba una barba mefistofélica.
-Ya me iba, pues he quedado con un señor. Pero nos vemos a las cuatro en el taller.
Justo a las cuatro entrábamos en el pequeño patio del Taller de Abrantes. Atrás a la derecha agarrándose a los barrotes de la verja la parra hacía promesa de gruesos racimos. Ramón nos recibe en una pequeña sala con las paredes repletas de fotos, dibujos y otros objetos. Sobre una estantería mezclados con libros, piezas de pequeño tamaño.
-Mirad ese cacahuete que hay ahí. Estaba yo tomando un vino y me pusieron unos cacahuetes, me llamaron la atención por su forma e hice esta escultura, arriba la tengo hecha en mármol.
-El resto de las figuritas están también inspiradas en formas vegetales.
-Bueno, aquí también hay bocetos que yo hago después de hechas las cosas, pa no olvidarme de ellas, porque yo las materias las hago directamente,… ahí hay una que se me cayó el otro día… es una cosa… un poco de danza, no ves, está hecha a partir de la forma de las semillas del campo,… ¿habéis visto eso que se tropieza cuando vas andando por el campo y se prende aquí en los calcetines?, la hierba espigadera la llaman, que pica, … molesta ¡coño!, más que un dolor, tiene una pintica así… y fíjate, parece un delfín. Yo he hecho otra cosa de éstas. Planté unos guisantes y cuando salió, metí el dedo en la tierra para ver cómo estaba por dentro… , tengo hecha una escultura convertida prácticamente en una mujer, abierta con sus muslos,… esperando fecundidad,… es preciosa, está arriba.
De la estantería pasamos con nuestra mirada a las paredes vecinas.
-Eso otro es un proyecto de puente sobre el Duero, en Zamora, es como un saludo… una mujer saludando, con un asiento de capitel enormemente grande, de unos treinta metros cúbicos, marcando un poco el románico, … es decir, una ciudad románica te da la bienvenida. Es posible que se haga.
-¿Y ese retrato?
– Eso es de Alcorio. «A Ramón Abrantes con todo eso que se dice». Me lo hizo en el 57. Eso que hay ahí son fotos de mis ahijados. Excepto esa niña pequeña los demás son ahijados míos. La de arriba es holandesa. Aquel es Lobo.
-¿Has trabajado tú con él?
-No, no he trabajado nunca con él. Le he visitado en París y me gusta mucho las cosas que hace. Ese dibujo es de él.
-Allí hay un dibujo que parece de Lorca.
-Sí, es de Lorca. Me lo dió un señor a cambio de un dibujo mío. Tenía doce. Parece ser que su madre lo compró en una subasta.
-Y al lado varios dibujos infantiles.
-Sí, son de David, mi ahijado.
-Y aquí, ¿qué es lo que haces?
-Aquí suelo dibujar.
En la estantería se ven varios libros. Nos llama la atención la atención en primer lugar una antología de Claudio.
-Allí hay una historia de Zamora, y allí unas cosas de Cristol… cuentos de Oscar Wilde… y después libros de arte, casi todo escultura.
–Henry Moore, el Summa Artis.
-Sí, porque es importante, y luego León Felipe, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Rilke… de ese tipo.
-Ahora que vemos el libro de Henry Moore y sólo como comentario aparte ¿qué escultores del siglo XX son los que más te interesan?
-Me interesa mucho Arp, Henry Moore no me interesa nada.
-¿Y españoles?
-Me va mucho Baltasar Lobo. Lobo es un hombre muy partidario del volumen por el volumen, lo cual a mí me interesa mucho. El Henry Moore a la búsqueda de hacer agujeros no me dice nada.
–Gargallo, entonces no te interesa.
-Sííí… Pero Gargallo sigue otra vía distinta, cuidado, Gargallo es muy interesante. En Gargallo aparecen los agujeros, pero no las masas van a construir agujeros. Henry Moore va a buscar el agujero, que es bastante distinto. Algo así como lo que dice el refrán: «No es lo mismo venga vino que Gabino ven».
Salimos de esta sala y entramos en otra repleta de tallas, molduras, vaciados y esculturas sin terminar.
-Esta es una sala que yo uso pa picar piedra y hacer vaciados e incluso pa sacar alguna terracota. Como véis voy acumulando toda esa cantidad de modelos que ya han venido de la fundición. Hay cosas incluso que no modelo, por ejemplo ésto está hecho directamente sobre escayola para mandarlo a la fundición.
-Háblanos ahora de la talla de la piedra.
-El problema de una piedra es que hay que conocerla y conocerla es conocer su salida. Por ejemplo, en esta pizarra, ¿véis?, está construida en este sentido, ¿no véis? es la salida. Ahí no lo véis, en esa piedra de Calatorao que da muchos problemas, porque además hace concavidades al cortar.
-¿Y aquello qué es?
-Es una piedra que no está ni entre mármol ni entre pizarra, es muy extraña, y además tiene muchos problemas porque fíjate cómo baja una ley por aquí, y por aquí otra que se cruza. No se sabe cómo se puede construir una piedra así y que tenga la unidad que tiene. Para que entendáis lo que yo digo fijaos en esta madera, aquí está la hebra. Esto en las piedras se llama ley. Cuando tú cortes aquí, dices la testa de la madera. En las piedras es el tronce ¿comprendéis?. Una vez que sabéis esto por ahí tenéis que atacarle. En el caso de la pizarra se va todo, entonces hay que ir cortando pa formar «pito flauta» en ángulo muy llano, pa ir metiéndote ahí. Porque si calzas mucho, quieres coger mucho, lo que salta es ésto, entonces no consigues el volumen.
-¿Y estas texturas tan finas cómo las consigues?
-Bueno, pues con escofinas y lijas, pero sin llegar nunca a los brillos. Lo único que destroza el volumen es un brillo. Mirad, aquí tengo unas pruebas para cocer, éstas están cocidas en un horno de ladrillos. En el otro estudio tenía una estufa en la cual las metía y las cocía. Las ponía y una vez que estaba caliente lo rellenaba de carbón, se quedaba hecho un ascua y las dejaba enfriar, al día siguiente las dejaba y ya estaba. Mirad, esto también es una tierra cocida a las que después de modelar, he pasado unas lijas para sacar calidades por todos los sitios, las preparas un poco y mirad, tienen ese roce que recuerda a las cerámicas aztecas, esa calidad que a mí me gusta mucho, y también un poco el recuerdo de las jarras de vino. Para ello yo cojo vino, y las meto ahí, meto un hierro candente, le da unidad al tanino. Entonces, con ese agua, le vas dando y cuando está seco y cocido, por absorción va cogiendo esa calidad. Después metes polvo, al fin y al cabo lo que ha tenido una jarra es vino por dentro y por fuera polvo. Así consigo en sesenta minutos lo que habría que esperar sesenta años para alcanzar.
-Es curiosa tu forma de resolver la figura femenina, tanto más cuanto como dices, surge de la observación de las formas vegetales o animales.
-¿Conocéis lo que dice Claudio?. «Espaldas vegetales». Estaba yo tallando una piedra y él estaba viendo cómo cortaba, al desbaste, tú pasas y va quedando la huella del puntero, y al lado tres o cuatro centímetros otra vez, y va soltando lo que queda en medio. Entonces, prácticamente lo que queda son surcos y por eso le llama la cosecha de materia. Mirad, lo dice aquí en este catálogo que me hizo:
«Nos ilumina la verdad cercana
en la curva de la cintura, en
las espaldas resplandecientes, casi vegetales,
en los muslos tan suaves, sosegados,…»
De aquí pasamos a una escalera por la que subimos al piso de arriba. De las paredes cuelgan bocetos para «Leda y el cisne» y la fuente de la Diputación.
-Allí podéis ver un Cristo románico… lo hizo un amigo mío, es un tío que sabe más de eso que nadie.
-¿Ha hecho la talla y después de la ha destrozado?
-No, parece vieja porque la talló sobre un comedero de patos.
Al final de la escalera se abre una puerta que da paso a una amplia sale con grandes ventanales. En ella Ramón expone los trabajos que va realizando.
-Esto es como una exposición donde, si alguien viene, se queda y yo sigo en lo mío. Si le interesa lo compra y si no, pues tan amigos. Suelen venir también colegios con los chicos. El maestro llama: -¿Podemos ir p’allí? -Nada, venid cuando queráis. Son estupendos porque además hacen unas preguntas… Se interesan mucho por las herramientas del mármol y yo les enseño la gradina, el tresdientes, el puntero, las gubias, les enseño lo que es la media caña, una plana, una semiplana. También les enseño los materiales: bronce, mármol yugoslavo -fijaos qué tacto más agradable-. Aquí, el mármol italiano que parece más frío, y sólo es por el color ¿eh?. Ahí una tierra cocida, ¿veis cómo suena?. Y mirad este ébano, tiene problemas porque es de una sola pieza, ya sabéis que se produce con un eje central y se puede abrir en cuatro partes. Aquí una cosa hecha sobre roble americano aprovechando las vetas. Esto es un granito, una de esas piedras que te encuentras por ahí. Es un poco ocre porque tiene hierro. Y mirad, mirad ésto, es la pieza de que os hablé antes, la del guisante. Ha quedado un poco con aspecto negroide.
Allí queda la materia metamorfoseándose en mil variaciones sobre la maternidad, «Leda y el cisne», cuerpos femeninos, todos ellos en eterna danza helicoidal girando sobre inverosímiles puntos de apoyo.
-Para mí la figuración debe llevar gran parte de sugerencia. Toda obra debe dejar esa especie de ventana invisible de sugerencia que tienes que calcular bien, pues si todo queda explicado, la gente se va, pero si dejas eso, la gente se incorpora.
Por la escalera bajamos al patio. Lo atravesamos y entramos en un soportal donde se acumulan esculturas y herramientas.
-Ya veis este patio me lo hice yo, piedra a piedra.
-Pero aquí no trabajas.
-Algunas veces sí. Aquí estuve tallando la última Leda.
Colgadas en la pared unas calabazas alargadas que recuerdan algunas de sus formas escultóricas.
-Sí, parecen patos. Aquello que veis allí, veis que es una jaula, y que tiene un sarmiento seco en la puerta,… es algo para mí muy, muy bonito que me sucedió. Yo tenía otro estudio del lado de allá. Un día vi a tres chicos que jugaban con un jilguero con una pata rota. Les di un duro a cada uno y me lo dieron. Cogí el jilguero y con cartón y un poquito de hilo de bordar se lo ajusté como pude. Entonces alguien me dió esa jaula y le metí en ella. Compré un paquete grande de alpiste para que comiera el animal, le puse agua y pasados unos días se curó. Era muy agradecido y siempre estaba cantando. Yo tenía un corralillo con una parra de donde ha salido esa otra. Y fijaos lo que es la naturaleza, fue avanzando la parra, echó el pámpano, fue mermando, y abrió la puerta de la jaula, y el jilguero salió. De día andaba por ahí y de noche regresaba y se metía. Se fue acabando el paquete de comida, y el último día, cuando se acabó, voló y se posó sobre una vara seca que había en la punta de un almendro. Estuvo cantando toda la tarde hasta que oscureció y después se marchó , ya no supe más de él. ¿A que parece un cuento de Oscar Wilde?. La jaula la tengo ahí porque para mí es el monumento a la Libertad más grande que pueda existir.
Al pie de la columna reposa un bajorrelieve en piedra de un color pardusco.
-Esto es una piedra que trabajé hace tiempo, y me propuse llegar a conseguir el color que tienen las piedras de por aquí. Se ponen así porque al cabo del tiempo con el aire y el agua les sale el óxido. Entonces me las apañé y con orín, limaduras de hierro, sal y vinagre conseguí que se hiciera el óxido de hierro. Y ésto no se quita jamás.
Osea, que al contrario de lo que dice en los carteles de algunas nobles paredes: «Prohibido hacer aguas», tu recomiendas hacerlas.
-Fijaos, en una época en que se puso de moda utilizar cosas antiguas para la decoración yo intentaba imitarlas, con lo cual me iba manteniendo. Recuerdo a una persona que tras oir cómo patinaba yo, me dijo: «Abrantes, mira por favor, quiero que me lo dejes bien, pero no me lo mees mucho».
Volvemos al recinto en que comenzamos la charla.
Ahí, en el taller tuyo estás tallando
(copio tu estilo)
no tan sólo palabras verdaderas
sino también la salvación, la busca
y la protesta. Pasa
el agua, ahí, a dos pasos,
del Duero.
-Y bien, ¿era aquí donde se reunían Blas, Claudio, y los demás amigos?
-No, no era aquí. Era un taller que yo tenía junto al río. ¿No véis que Claudio habla de las lavanderas?,… paseábamos por allí, porque siempre el Duero le ha tenido obsesionado, el Padre Duero, lo quiere tanto que parece que lo ha parido, que es suyo, y dentro de su fuero interno, pues hace bien. Y por allí es donde nos conocimos.
-¿Cuántos años hace?
-Éramos muy jovencitos, no sé. Yo conocí a Claudio cuando comenzó a ir al instituto. Y un día Claudio me dijo: -Que viene Blas… y no sé qué. -¿Quién es Blas? -Coño, el escritor. -¡Ah, coño!, un vasco sí, que he oído… -Y viene con dos pintores también, Ibarrola y Fidalgo que es un maestro de por allí. Y por aquí aparecieron. Blas me parecía un entrenador de fútbol, con la chaqueta que se ponía por aquí, con esas gafas y esa mirada de… parece que miraba pa dentro, yo no sé por qué. Y andábamos juntos por ahí. Íbamos al río, le gustaba mucho el río. Cogía melocotones, los ponía en una cubeta y los guisaba con vino, hacía unas limonadas con melocotón y bajábamos a beberlo por allí. Cosas que habla del Duero las vió allí. Un día de esos en que estábamos bebiendo estaba todo el cielo azul, totalmente azul, y pasó un reactor, ya sabéis, eso de «En el azul del cielo un reactor, ¡qué cabrón!», está visto ahí. Y lo de… ¿cuál otra cosa que después leí?… ¡Ah!. «Una nube, dos nubes, tres nubes, cuatro nubes, cinco nubes….», ahí las vió. Le gustaba mucho andar por la orilla del río. Y allí de vez en cuando decía un poema suyo que yo creo que no lo había escrito todavía. Poco después tuvo una pela con Ibarrola y se separaron. Ya sabéis cómo era Blas, se iba a peras y de vez en cuando se gastaba todo el dinero en beber. Recuerdo que una vez Ibarrola estaba pintando al principio de la cuesta de Balborraz. Allí hay una calle que en tiempos tuvo una iglesia románica. Hoy ha desaparecido, había un parche de esos que se echan para tapar un tapial y se había desmoronado todo. El tío estaba haciendo un estudio de rojos y ocres, impresionante, una cosa preciosa de color. Él pintaba y todo el mundo miraba la cuesta. Saltó un tío: ¡Mecagüensandios!, no veo la calle ni pa dios. Se armó un lío de demonio. Fidalgo era más figurativo. Entonces era cuando Claudio recibió el Premio Adonais. Tengo un ejemplar de cuando valía diez pesetas.
-¿De cuánto era el Premio entonces?
-No lo sé. No debía ser mucho porque no bebimos mucho vino. Nos pusimos muy contentos todos. A Claudio le quiere mucho la gente, porque… yo no sé, Claudio tiene esa buena cosa…, es un hombre sencillo, habla con todo el mundo, sobre todo con la gente sencilla. Yo me imagino que lo hace porque la gente sencilla cuando quiere decir algo no lo está premeditando, no lo amasa primero, sino que lo dice espontáneamente. Y entonces sí, ahora mismo te das cuenta que todo el mundo por ahí… ¡concho! que lo han presentado a la Academia…, será pa el próximo año. Porque no se pierde la esperanza. Yo creo que Claudio, eso y el Príncipe de Asturias, lo tiene ahí. Si a lo mejor le frenan un poco es probable que la culpa la tenga el que no tiene mucha obra, pero si te paras a pensarlo es que toda es buena, cosa que no ocurre con otras personas. Es un buen rapaz. La vida no la ha tenido fácil ¿eh?… Ahora yo creo que va a empezar a cosechar. Creo que le operaron.
-Sí, de una hernia discal.
-Pero, ¿cómo ha ocurrido eso? Yo no se lo había observado. ¿Sigue estando tan gordo?
-No, ha adelgazado un poco.
Y el taller, y el latido
del ritmo de la obra y de la mano,
están ahí, contigo,
junto a los muslos de las lavanderas
sin que el río se muera en nuestros brazos
porque el agua del Duero es ya cal viva.

A la mañana siguiente recorrimos Zamora con Ramón que transformado en Diablo Cojuelo, nos iba revelando algunos secretos de la ciudad. Nos llevó a la Catedral y nos enseñó a aquel hombre que tras robar quedó petrificado en la fachada. Nos mostró el Duero desde el mirador del castillo. Nos abrió puertas de iglesias y nos enseñó bellas piezas románicas bajo la estrecha vigilancia de la monjita anfitriona.
– ¿Os ha gustado ese bello altar románico? Pues no os lo quise decir delante de la monja, pero lo hice yo.
Salimos de la ciudad por la Puerta del Obispo y bajamos al río por la Subida Peñas de Santa Marta.
-Mirad, mirad, aquí venían las lavanderas y tendían las ropas entre las zarzas. Por aquí paseaban Blas y Claudio y se ponían… ¡cómo se ponían cuando veían unos centímetros por encima de los tobillos a aquellas lavanderas! Y allí estaba el taller del que hablaba Claudio.
Caminamos hacia la vieja iglesia de Santo Tomé ante cuyo ábside cuadrado nos dió una estupenda charla de arquitectura románica. Él, que no fue a la escuela más que catorce meses seguidos. Después escupió maldiciones contra los que destruyen el patrimonio artístico, convirtiendo palacios en fábricas de alcohol vínico e iglesias en carbonerías.
Os traigo aquí porque sois amigos míos si no, no os lo ensañaba.
Nosotros nos quedamos sobrecogidos en aquella iglesia con las paredes ennegrecidas, teníamos la impresión de estar buceando por una Catedral sumergida.
-Al fin y al cabo si no fuera por la carbonería no quedaría ni rastro de la iglesia.
Subimos por la cuesta de Balborraz.
-¿Veis el umbral de esa puerta?, pues es lo único que puede verse de un capitel románico que está ahí enterrado. Aquí se ha esquilmado mucho para aprovechar piedras en la construcción de casas.
Ya cansados, nos sentamos ante la puerta de Santiago del Burgo.
-Aquí se sentaba Blas y miraba esos dos arcos que se juntan sobre un capitel que parece que va a descansar sobre una columna inexistente. Blas decía: «Es la lágrima del románico».
Después almorzamos en una tasca frente al mercado, unos callos con patatas.
-Adiós Ramón, hasta pronto.
De nuevo al volante abandonamos Zamora convencidos de que los libros de geografía no mienten.



